Los hinchas radicales: ¿pasión o locura colectiva?

El fútbol y otros deportes tienen algo que ningún algoritmo de entretenimiento ha logrado replicar: el poder de movilizar multitudes. No hablamos solo de gente con camisetas y banderas; hablamos de hinchas radicales, esos que convierten la pasión en un estilo de vida y, a veces, en una forma de locura colectiva. La pregunta es incómoda pero necesaria: ¿hasta dónde es pasión y en qué momento se convierte en delirio?

La pasión del hincha radical nace en lo más básico: pertenencia. No importa si el equipo gana o pierde, el seguidor siente que hace parte de algo más grande que él mismo. Es una religión laica, con rituales (cánticos), templos (estadios) y hasta santos y demonios (ídolos y rivales). Esta intensidad puede ser hermosa: coreografías de tribuna que parecen obras de arte, caravanas interminables acompañando al equipo, lágrimas compartidas en derrotas que duelen como tragedias nacionales.

Pero el problema empieza cuando esa pasión se vuelve absoluta, cuando la identidad personal desaparece bajo el escudo del club. La psicología social habla de “desindividualización”: en masa, los individuos diluyen su responsabilidad. Lo que uno no haría jamás solo —romper vidrios, insultar, agredir— de repente se vuelve aceptable si todo el grupo lo hace. Es ahí cuando la tribuna se convierte en una jauría.

Casos sobran: peleas campales, invasiones de cancha, hinchadas que persiguen a su propio equipo por “no dejar la vida en el partido”. En algunos países, la violencia ligada al fútbol ha cobrado más vidas que ciertos conflictos armados. ¿Eso es pasión o locura? Difícil decirlo, porque para muchos hinchas radicales, el límite no existe: entregarse incondicionalmente es parte del código.

No obstante, reducir todo a violencia sería injusto. Los mismos hinchas radicales que arman batallas campales también organizan donaciones de sangre, ollas comunitarias y recolectas para barrios enteros. Esa energía desbordada, bien canalizada, es capaz de transformar comunidades. Lo que para un periodista deportivo es “locura irracional”, para una familia en situación difícil puede significar comida o abrigo.

El dilema está en cómo gestionamos esa fuerza colectiva. Los clubes y las federaciones suelen moverse entre la complicidad y la represión: se aprovechan del espectáculo de la hinchada para vender imagen, pero cuando la cosa se descontrola, se lavan las manos. Pocas veces se invierte en educación, en diálogo o en integrar a las barras como actores sociales legítimos.

Al final, el hincha radical es un espejo de la sociedad: capaz de lo mejor y de lo peor, empujado por una necesidad de pertenecer y trascender. Pasión y locura no son opuestos; son dos caras de la misma moneda. La pregunta no es si debemos erradicar esa intensidad, sino cómo encauzarla para que no destruya lo que más ama: el deporte.

Porque si de algo estamos seguros es que, sin hinchas, el fútbol sería solo 22 personas corriendo tras una pelota en silencio. Y, admitámoslo, nadie quiere ver ese experimento aburrido.